jueves, 11 de noviembre de 2010

Madre e hija...

Repasó su libro de la vida…



Los acontecimientos, fueron como un temblor y aún no terminaba de tener calma. Criar y educar a sus tres hijos, sola y sin más ejemplos, que su propia vida; -Aunque ya casi son adultos-; Sigue siendo una aventura desafiante. Por eso muchas veces, se deshizo de la idea, de que una vez que sus hijos fueran mayores de edad dejaría el departamento y se iría a vivir sola. Sabiendo, que todo giraba entorno a ella, incluido el mínimo decorado; Berenice allí, solo vivía de prestado, sin apegos.
Vivir y pensar así, le hace sentir resuelta, práctica y especialmente libre.



El tiempo de su vida, fue dejando profundas huellas. Y todas ellas con un final inesperado. Intuía con esa fina y delicada capacidad, que fue desarrollando durante los acontecimientos de su historia; Que un nuevo temblor la sacudiría. Y así fue…

Miro la habitación y fue tomando cosas; como el cargador del celular, algunos cosméticos. Saco una bolsa de boutique, guardo una muda de ropa de entre casa, su ropa y zapato de trabajo, un par de zapatillas, su agenda y su cartera. Miró de reojo la habitación, y se volvió a buscar un tierno oso de peluche. Que lo guardo casi con vergüenza, metiéndolo entre sus ropas; Camino hacia la puerta, miro a sus tres hijos en el portarretratos, sobre la mesa de luz. Y sonriendo cerró la puerta, de su habitación.

Sus hijos estaban retirando enseres de la mesa después de almorzar. Se despidió de ellos. A la más pequeña, le susurro al oído, que en pocos días sería mayor de edad. Y juntos celebrarían su cumpleaños. Salio a la calle, dejando una lista de recomendaciones, escritas en el reverso de un ticket de supermercado. Se iba por una semana a ayudar a su madre, que cuidaría de su esposo, del que está separado, pero al que atiende solícita, en su enfermedad de cáncer.



El día de la internación, fue la primera vez en toda su vida, que mirando a su madre, se vio a si misma. En su andar cansino y su mirada triste. Era la vida… sus vidas.
Mientras esperaban ante el quirófano, la volvió a observar. Solo que esta vez se descubrió así misma, sumergida en esa fina y misteriosa intuición; Algo andaba mal, y era precisamente su madre. Su extrema palidez, los rasgos de su rostro contraídos, denotaban un sufrimiento disimulado.
Berenice, abrió su bolso, extrajo su teléfono y avanzó unos pasos. Le llamó por teléfono a su única hermana. Le contó su impresión, y el deseo de hacerle un chequeo médico general. Combinaron entre las dos todo el tramiterío, y a primera hora del día siguiente; Comenzaron los estudios generales. El diagnóstico: una severa artrosis que compromete desde la cuarta a la séptima vértebra, con poca irrigación cerebral obstruyendo un nervio que irriga hacia el brazo derecho. El cual era una azote silencioso y constante de dolor.



Ya han pasado tres meses, que Berenice almuerza en el departamento, con sus hijos los días miércoles. Y los domingos los recibe con su abuela, en su casita pequeña, con un bello jardín al frente, una galería de Parrales de uvas negras y una pequeña huerta en el fondo, que atiende personalmente, dirigida por su madre. Allí las dos solas, viven reencontrándose cada día. Lejos, muy lejos del pasado. En un presente de miradas y de mutuas atenciones cariñosas.



Cuida de ella con esmero. A veces mirándola con ternura, piensa en la deshilachada soledad que siempre le ronda. Y, como ahora junto a ella, su vida experimenta una profunda gratitud a la vida.


Cristina